Fotografía de Jairo Ruiz Sanabria
El Café de los turpiales
Jaime Jaramillo Panesso
Es una esquina con encanto de golosina donde la música de los sinsontes y el lenguaje de los turpiales sirve de pasante al trago de aguardiente. Se llama "La esquina de Homero Manzi" en homenaje al creador de letras Je tango: "Malena canta el tango como ninguna y en cada tango pone su corazón...". Una placa de mármol gris, empotrada encima de la puerta principal, anuncia que esta pequeña cantina de Javier Ocampo se convierte, por el bautismo de él y sus amigos, en la esquina más amable de la ciudad. Con su ventana de antiguas rejas, de hierro y sus diminutos patios interiores, conjuga espacios para acariciar la voz de los mejores en la canción ciudadana. Sin embargo, nadie podría creer que los aleros interiores y externos sirven de soporte a media docena de jaulas donde habitan turpiales y sinsontes que con sus cantos durante todo el día, acompañan i las copas y las conversaciones de los asiduos visitantes de la esquina de Hornero Manzi.
¿De dónde viene este cantinero que ahora se ubica en un barrio central de Medellín, con sus jaulas de pájaros cantores y sus botellas de licor trashumante? Hace unos diez años Javier Ocampo vivía en una cantina de meseras a bordo en el viejo barrio Colón, allí donde empieza (mejor se diría donde termina) la carrera El Palo. Con ese aire muy antiguo que pringó la denominación del "Camellón de la Asomadera", el cafetín de Ocampo se caracterizó por sus pájaros de compañía. El barrio Colón con sus mecánicos de automóviles, sus marihuaneros que recogían tarros vacíos de aceite de motor para reciclar, sus prostitutas de inquilinato que en las madrugadas llegaban a descansar en sus apeñuscadas habitaciones, sus pintores de latas y avisos, todos el leí brillaban y sonreían sus rostros cuando en las mañanas los pájaros de la cantina de Javier Ocampo silbaban "La Cumparsita".
Luego se trasladó por varios años al barrio Miranda, a un paso de la extinguida Curva del Bosque y de Moravia. Una zona intermedia entre obreras y modistas de estilo popular y artesanos de la ganzúa y el puñal. Allí sus pájaros se ubicaron en la pieza de atrás, cerca de una tristeza que se enredó en una destartalada persiana de colores desteñidos.
Con el nombre hecho de música y palabras poéticas, al fin Javier Ocampo alzó sus bártulos y sus jaulas llenas de aire y pajarea mágicos En uno de los barrios de más aneja tradición, tres cuadras arriba de la plazuela da San Ignacio, en la aristocrática calle Pichincha al cruce con Villa (qué delicia poder hablar de las callea con sus nombres de pila) instaló su cantinero amor por los turpiales, por los sinsontes y por los tangos. Le puso flores de papel a sus santos laicos del bandoneón y declaró, para la historia barrial de esta ciudad, que se quedaría allí hasta la muerte, aún después de "que se sequen las pilas da todos los timbres Que vos apretás".
La Esquina de Hornero Manzi tiene un falso laurel en el borde de la acera, una banca pequeña para descansar en la tarde de sábado, un teléfono público para llamar novias y dar cuenta de la estación perenne a las esposas lejanas. Mientras usted conversa por teléfono, los turpiales cantan un tema que le encharca los ojos y la boca: "Una lágrima tuya me moja el alma, mientras rueda la luna por la montaña. Yo no sé si has llorado sobre un pañuelo, nombrándome, nombrándome con desconsuelo".
Jaime Jaramillo Panesso
Es una esquina con encanto de golosina donde la música de los sinsontes y el lenguaje de los turpiales sirve de pasante al trago de aguardiente. Se llama "La esquina de Homero Manzi" en homenaje al creador de letras Je tango: "Malena canta el tango como ninguna y en cada tango pone su corazón...". Una placa de mármol gris, empotrada encima de la puerta principal, anuncia que esta pequeña cantina de Javier Ocampo se convierte, por el bautismo de él y sus amigos, en la esquina más amable de la ciudad. Con su ventana de antiguas rejas, de hierro y sus diminutos patios interiores, conjuga espacios para acariciar la voz de los mejores en la canción ciudadana. Sin embargo, nadie podría creer que los aleros interiores y externos sirven de soporte a media docena de jaulas donde habitan turpiales y sinsontes que con sus cantos durante todo el día, acompañan i las copas y las conversaciones de los asiduos visitantes de la esquina de Hornero Manzi.
¿De dónde viene este cantinero que ahora se ubica en un barrio central de Medellín, con sus jaulas de pájaros cantores y sus botellas de licor trashumante? Hace unos diez años Javier Ocampo vivía en una cantina de meseras a bordo en el viejo barrio Colón, allí donde empieza (mejor se diría donde termina) la carrera El Palo. Con ese aire muy antiguo que pringó la denominación del "Camellón de la Asomadera", el cafetín de Ocampo se caracterizó por sus pájaros de compañía. El barrio Colón con sus mecánicos de automóviles, sus marihuaneros que recogían tarros vacíos de aceite de motor para reciclar, sus prostitutas de inquilinato que en las madrugadas llegaban a descansar en sus apeñuscadas habitaciones, sus pintores de latas y avisos, todos el leí brillaban y sonreían sus rostros cuando en las mañanas los pájaros de la cantina de Javier Ocampo silbaban "La Cumparsita".
Luego se trasladó por varios años al barrio Miranda, a un paso de la extinguida Curva del Bosque y de Moravia. Una zona intermedia entre obreras y modistas de estilo popular y artesanos de la ganzúa y el puñal. Allí sus pájaros se ubicaron en la pieza de atrás, cerca de una tristeza que se enredó en una destartalada persiana de colores desteñidos.
Con el nombre hecho de música y palabras poéticas, al fin Javier Ocampo alzó sus bártulos y sus jaulas llenas de aire y pajarea mágicos En uno de los barrios de más aneja tradición, tres cuadras arriba de la plazuela da San Ignacio, en la aristocrática calle Pichincha al cruce con Villa (qué delicia poder hablar de las callea con sus nombres de pila) instaló su cantinero amor por los turpiales, por los sinsontes y por los tangos. Le puso flores de papel a sus santos laicos del bandoneón y declaró, para la historia barrial de esta ciudad, que se quedaría allí hasta la muerte, aún después de "que se sequen las pilas da todos los timbres Que vos apretás".
La Esquina de Hornero Manzi tiene un falso laurel en el borde de la acera, una banca pequeña para descansar en la tarde de sábado, un teléfono público para llamar novias y dar cuenta de la estación perenne a las esposas lejanas. Mientras usted conversa por teléfono, los turpiales cantan un tema que le encharca los ojos y la boca: "Una lágrima tuya me moja el alma, mientras rueda la luna por la montaña. Yo no sé si has llorado sobre un pañuelo, nombrándome, nombrándome con desconsuelo".